Si te observo no lo harás conmigo.
Para qué me miras? porque razón ojos? por qué razón pupilas? si balbuceo entre constelaciones mirando sin mirar...

viernes, 28 de octubre de 2011

NORAH – Del libro “BORGES ENAMORADO” Por Juan Gustavo Coba Borda


La Nación , Buenos Aires,    31 de diciembre de 1977 (Nota  No.  8.)

No sé a qué margen del gran río borroso, que un escritor ha bautizado con el nombre de Río Inmóvil, puedo atribuir mis primeros recuerdos de mi hermana. Si corresponden a la margen derecha, que es la de Buenos Aires, debo pensar en unos patios de baldosas coloradas, en un jardín con una palmera  y con ceibos y en un barrio modesto; si en la  margen izquierda, la de Montevideo, en la gran quinta de mi tío, Francisco Haedo, inagotable y honda, con un  mirador de cristales de diversos colores, con muchos árboles, con  una pileta sombreada, con un arroyo casi secreto, con dos glorietas y con dos bancos de mampostería  en la acera. Los lugares que he enumerado  nos servían para fines escénicos. Compartíamos las ficciones de Wells, de Verne, de “Las Mil y Una Noches” y de Poe, y las representábamos. Puesto que sólo éramos dos (salvo en Montevideo, donde nos acompañaba mi prima Esther)  multiplicábamos los roles y éramos, de un momento a otro, los cambiantes personas de la fábula. Habíamos inventado dos amigos inseparables,  que se llamaban Quilos y Mollino. Un día dejamos de  hablar d ellos explicamos que se habían muerto, sin saber muy bien qué cosa era la muerte. Otras memorias guardo de largas playas, de andar a caballo por el campo y arroyos tortuosos.   Dejada atrás la infancia, en otras tierras conoceríamos Ginebra, el Ródano y mar Mediterráneo.
Norah,  en todos nuestros juegos, era siempre el caudillo; yo, el rezagado, el tímido y el sumiso. Ella subía a la azotea, trepaba a los árboles y a los cerros; yo la seguía con menos entusiasmo que miedo. En la escuela el contraste se repitió. A mí me intimidaban los chicos pobres, quienes me enseñaban con desdénel lunfardo básico de aquellos años; no dejaba de sorprenderme que en casa no me  hubieran instruido en las voces más comunes del habla. Mi hermana, en ambio, dirigía a sus compañeras: A alguanas, las más tontas, les refería complejas y disparatadas historias que ellas no han acabado aún d entender.   Nuestro breve universo era cerrado. En casa tuvimos libertad, no fuimos asediados  con restricciones; mi padre, profesor de psicología, creía que son los chicos los que educan a los mayores. Con una de nuestras abuelas hablábamos de un modo y con otra de otro; el tiempo nos enseñaría que esos dos modos eran la lengua  castellana y  la lengua inglesa. Cuando era muy niña, Norah no aceptaba una golosina si no me daban la mitad.

Nuestras infancias, como es natural, se confunden, pero siempre fuimos distintos. Sin embargo, nunca dejamos de entendernos; a veces, bastaba una mirada cómplice, otras, ni eso siquiera. Duran te toda la adolescencia la envidié porque se encontró envuelta en un tiroteo electoral y atravesó la plaza de Adrogué, un pueblo del sur, corriendo entre las balas.

Fuera de mis manías  que son muchas, y que ahora abarcan el islandés y el anglosajón, suelo juzgar a las personas por la inteligencia y el valor; Norah, por la bondad y, lo que es más singular, por el parentesco. A mí la gente de mi sangre me atrae pero prefiero a los que han muerto, que puedo imaginar a mi modo; a mi hermana le encantaban los parientes, esos primos segundos y terceros, aun cuando vienen de visita. Hace años nos revelaron la existencia de una nieta natural de un abuelo nuestro. Ante la noticia, Norah exclamó: ¡“Otra persona qué adorar”!.
Profesa, como  yo, el culto de nuestro mayores; cuando fue por primera vez a Inglaterra nos escribió que hojeaba los libros de los estantes callejeros  y sentía, al volver las hojas, que esas queridas e invisibles presencias iban siguiendo la lectura sobre sus hombros. Abunda en el amor de toda la gente  desde niña había elegido los  nombres de sus hijos y de sus hijas. Cada una noche rezaba para que todas las personas estuvieran tranquilas en sus casa y los animales en sus cuevas y en sus pesebres. Siempre tendió a considerar la estupidez como una suerte de inocencia; dijo que una amiga suya, de notoria simplicidad, era “como una rosa blanca”.  Sin embargo, sabe juzgar; durante la primera guerra mundial llegamos a Lauterbrunnen, en Suiza, y Norah bajó para explorar el hotel. Al rato volvió muy alborotada para revelarnos que en el vestíbulo.. Continuara…

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